lunes, 30 de noviembre de 2015

Reparación

—Usted dirá...
—Pues aquí lo tiene —dijo Rebeca poniendo las piezas encima del mostrador.
—¡Hala! —dijo el técnico dejando escapar un silbido nada tranquilizador. —¿Cómo ha ocurrido?
—Quince años de matrimonio y una secretaria de ventipocos.
—Un clásico.
—Sí... ¿Tiene arreglo?
—Por supuesto, pero va a costar mucho.
—¿De cuánto estamos hablando?
—De uno a tres años. Tal vez más.

En la calle, el letrero "Se reparan corazones" parpadeó mientras ella firmaba el presupuesto.

Éste es el relato que no llegó a tiempo de participar en un concurso de microrrelatos del trabajo.  Por lo visto alguna lumbrera decicidió que si el plazo era el 30 de noviembre, todo lo que no hubiese llegado el viernes 27 no concursaría.

Es una pena, y es que yo no tengo la culpa de que me venga la inspiración un domingo por la tarde.  Para que por lo menos alguien lo lea, y también para que quede publicado y por lo tanto invalidado para concurso en cualquier otro certamen, queda aquí publicado. 

viernes, 4 de septiembre de 2015

La historia de Kevyeras Freyguld, un paladín atípico

-De modo que has echado a perder tu oportunidad para ser un caballero de Sune, Kev -le interrogaba la voz sorpendentemente melodiosa del dracónido.
-¡No! Bueno, no estoy seguro.  Es todo tan confuso...
-No es confusión, es resaca. Anda y termínate el desayuno, que llegamos tarde.  Nos comprometimos a estar antes de las 12 en la plaza para partir hacia Phandalin con la caravana.

Kevyeras apuró el cuenco de una manera un tanto precipitada.  Aun así, para el resto de acompañantes sus modales fueron, como siempre, exquisitos.  En ocasiones Kev se preguntaba qué pensarían sus padres de las compañías que frecuentaba y de su falta de estilo y grandeza.  Probablemente le reprocharían sus propios modales y no los de sus amigos.  A veces podían ser tan estirados...

Su padre, Malcolm, o mejor dicho Lord Freyguld, era el jefe de una de las casas nobles de Silverymoon.  Una de tantas que, en tiempos tumultuosos, había sabido hacerse rica e importante.  Aquellos tiempos de opulencia y prosperidad habían pasado, en parte debido a la mala gestión de sus antecesores.  El propio Malcolm había recibido la carta de nobleza y la jefatura de la casa Freyguld inesperadamente, debido al fallecimiento sin descendencia de su tío. 


Al revisar las propiedades y contabilidad de la casa, Malcolm se había dado cuenta enseguida de que aquél era un regalo envenado, ya que tras una fachada de fiestas y banquetes se encondía una economía ruinosa y unos negocios locales que distaban mucho de ser prósperos.  El padre de Kev había tardado casi 4 años en poner en orden la hacienda que le había tocado en herencia, y sólo pudo hacerlo con la ayuda de los Wordsworth, una de las pocas casas nobles de Silverymoon que aún consideraba que los Freyguld merecían la pena.

Pasaron algunos años más, y como no podía ser de otra manera, los Wordsworth aparecieron un día con la idea de cobrarse los favores que en tiempos le habían prestado a su padre.  Tras haber convertido las ruinosas empresas en negocios florecientes, los Wordsworth pretendían cobrarse la ayuda de una manera algo peculiar: Malcolm debía casarse con la hija menor de los Wordsworth, entroncando ambas casas y sellando así una alianza perpetua entre ambas.  Sólo había un problema: Yreine, concubina de Malcolm y madre el propio Kevyeras.


Yreine había aparecido en su vida de casualidad, como las mejores cosas en la vida.  Quiso la suerte que Malcolm estuviese en la calle cerca de ella cuando un rufián trató de apoderarse de su bolsa.  Malcolm la recuperó y quiso entregar al ratero a las autoridades, pero Yreine se negó a esto último.

-¿Cómo te llamas, pequeño?
-Chuck, señora.  Gracias por no denunciarme.
-De nada, pero a cambio quiero que hagas algo por mí.
-Lo que usted diga, señora.

Yreine entonces abrió la bolsa que el ratero había tratado de robar.  En su interior había una considerable cantidad.  Tanto como para que una familia completa comiese durante algunos meses.  La elfa, en un gesto asombroso que Malcolm no entendió, le tendió la bolsa al joven.

-Toma.  Quédate lo que hay en la bolsa.  A cambio deberás hacer lo siguiente:  usarás este dinero para mantenerte mientras aprendes un oficio.  Algo que se te dé bien.  Con esos dedos tan ágiles que tienes, seguramente algún artesano podría contratarte de aprendiz.  Gasta el dinero prudentemente.  Compra comida y alquila una habitación en alguna parte.  Harás esto el tiempo suficiente como para poder establecerte con un trabajo honrado.  Nada de robar.  A partir de ahora no tienes por qué hacerlo.
-Pero... señora... 
-¡No he terminado! Como decía, usarás este dinero hasta que te puedas ganar la vida honradamente.  Y una vez lo hagas, quizás dentro de algunos años, puede que un pequeño ratero trate de robarte a ti un día.  O puede que simplemente paseando cerca del río veas a un chico en apuros, como tú estás ahora.  Sea lo que sea, te acordarás de este momento.  Te acordarás de mí, y de cómo gracias a lo que te doy ya no vives en la calle.  Pues bien, has de prometerme ayudarás a ese chico igual que yo te estoy ayudando a ti.  Piensa en ello como una deuda a largo plazo.  Si por entonces estás establecido, tómalo como aprendiz o criado.  Si tienes un techo donde guarecerte, acógelo.  Haz lo que te dicte el corazón y verás que no equivocas.  ¿Estás de acuerdo?


El pobre y alucinado muchacho se debatía entre las risa y el llanto de emoción.  No tenía palabras para contestar a la doncella elfa que, con un gesto, había cambiado su vida en lugar de arruinársela.  No, sin lugar a dudas no la olvidaría.

La escena impactó a Malcolm tanto por la caridad y sabiduría de Yreine como por su encanto y su belleza.  Una cosa llevó a la otra y en cuestión de meses estaba viviendo en la casa Freyguld, compartiendo penas y alegrías con el señor de la casa.  Nunca se casaron, ya que la elfa no era partidaria de ese tipo de compromiso.  "Soy longeva y viviré más tiempo que tú, Mal.  No me pidas que me case contigo.  Me resultaría muy duro ser la viuda de un humano y vivir en soledad el resto de mis días".

Y así fue como, por una maniobra política, la casa Freyguld ya no fue un lugar apropiado para su madre ni para él.  Yreine no se lo tomó mal, y tras una breve escena de ternura y comprensión empezó a hacer el equipaje.  Se pondría en contacto con unos parientes en Evereska y se mudaría allí, al menos de momento.

-Kevyeras -Yreine se dirigió a él en élfico, seguramente con la intención de que su padre no les entiendese- te espera un mundo de sorpresas y de aventuras emocionantes, no me cabe duda.  Espero que me escribas y me cuentes lo que ocurre aquí o donde quiera que vayas.
-¿No quieres que vaya contigo, madre?
-Puede parecerte cruel, pero en Evereska no son tan... liberales en lo que respecta a los mestizos.  Sólo podrías entrar en el Bosque Eterno con un permiso muy especial que se otorga en raras ocasiones.  Aquí en las tierras de los humanos te denominan Semielfo, pero en las tierras élficas serías señalado com Semihumano.  Los elfos somos criaturas orgullosas, y nuestras tradiciones son rígidas y probablemente anticuadas.  No serías una persona de segunda clase en Evereska, Kevyeras, sino una semipersona.
-Pero... ¿qué haré?  Padre no me quiere aquí tampoco.  Un bastardo resulta un inconveniente cuando tienes que casarte por conveniencia.
-Hijo mío, recorre el mundo.  Sal y encuentra tu destino.  Si haces fortuna y renombre, puede que puedas reclamar el título de tu padre en el futuro.  Pero también puede que para entonces ese título ya no te interese. 

Y con estas palabras y un abrazo, Kev se quedó solo.  Por primera vez en su cómoda vida tenía que tomar decisiones.  Y como todo el mundo cuando hace algo a lo que no está acostumbrado, se equivocó en muchas ocasiones.  La última de ellas la noche anterior.  El destino o el azar le habían llevado a la ciudad de Neverwinter.  Allí había vivido los últimos tres años, ganando su sustento como enviado o paje de alguna de las casas nobles locales.


Su más reciendo empleador, Lord Zaffor, era un antiguo miembro de una de las órdenes de paladines más pintorescas que Kev había visto jamás: la Orden de la Rosa Rubí.  La orden estaba dedicada a la diosa Sune, la de cabellos de fuego, patrona del amor cortés y de la pasión que arde en los corazones, ya sea por una noche o por una eternidad.

Kev se indentificaba con el dogma Sune, ya que por suerte o por desgracia era de corazón caprichoso y había tenido ya sus muchos escarceos, y no pocos problemas, con las muchachas locales.  No podía evitarlo, era un don.  Kev podía ver la belleza donde otros no veían más que una cara, un gesto, un vestido a la moda o una mirada perdida.  En su haber tenía una gran colección de besos (algunos robados, otros cortejados y algunos incluso suplicados) y muchos corazones rotos, ya que si bien Kev era un amante atento y gentil, su compromiso para el amor solía terminar con el canto de gallo, momento en el cual no era raro verle escabullirse por alguna ventana y alejarse silbando ante el amanecer.

Fue precisamente Lord Zaffor el que patrocinó su ingreso como escudero en la Orden, así que seguramente sería el primer decepcionado ante lo que había ocurrido la noche anterior, noche en la que él debía haber velado sus armas ante la imagen de Sune esperando una señal que le reconociese como su guerrero sagrado.  Ésa era la tradición que imperaba en la orden.  A la mañana siguiente tendría que haber relatado su visión ante los miembros veteranos de la Orden y, de considerarla ellos legítima, pasar a formar parte de ella.


Pero claro, algo ocurrió mientras Kevyeras velaba sus armas.  Ese algo tenía una cintura cimbreante, una melena azabache hasta la mitad de la espalda y la mirada desamparada de alguien que se ha perdido irremediablemente en la ciudad.  ¿Qué clase de caballero sería si no ayudase a una damisela en apuros?  Y Kev la ayudó.  No fue culpa suya que en agradecimiento aquella joven le invitase a una copa de vino en la posada.  La misma posada en la que ahora terminaba su desayuno y en la que sus amigos le esperaban para realizar aquel trabajo de escolta de caravanas. 

Ya vería cómo se lo explicaba a Lord Zaffor y a sus compañeros de la Orden.  Quizás le diesen otra oportunidad más adelante.  O quizás pertenecer a la orden no fuese tan importante después de todo.  Por fin sus amigos y él iban a realizar un trabajo remunerado fuera de Neverwinter.  Era la oportunidad perfecta para conocer el mundo más allá de las ciudades.  Él, sus tres amigos y una caravana de mercancías.  ¿Qué podría salir mal?


martes, 7 de abril de 2015

La ira de los justos: La cripta

El mundo pareció detenerse mientras, agotado por el esfuerzo que había drenado casi todo su poder, Kurt era derribado por el hacha inmaterial del espectro de su tío Arlys.  Lo último que pudo ver fue la expresión de furia del alma en pena, pero Kurt no acertó a ver si la furia era por su condición de espectro o por verse obligado a atacar a uno de los últimos descendientes del linaje de Kronner.



Algunos destellos de lo que había sido su vida pasaron por su mente, pero Kurt se fijó principalmente en los días previos a su incursión en la cripta familiar.  Todo había empezado hacía escasos días, cuando llegó a Drezen una carta de su madre.  En ella le felicitaba por su éxito reconquistando la fortaleza de manos de los demonios y por la derrota de Staunton Vhein, el traidor.  Además, la misiva contenía el relato de una misión sin concluir que ella misma junto con su difunto padre trató de emprender mucho tiempo atrás.  Por lo visto, sus padres habían tratado de registrar el antiguo asentamiento enano del Barranco de Sesker en busca de algunos suministros que ayudasen a la Cruzada.  No completaron su misión, ya que según relataba su madre, el espíritu de uno de los cruzados, su tío Arlys Harnaste Kronner, guardaba la puerta del mausoleo familiar y un mal abrumador les impidió la entrada.  La mujer esperaba que, habiendo sido capaz de tomar Drezen y de derrotar a aquellos enemigos imponentes, pudiera derrotar al mal que moraba allí en la cripta.  



Kurt había expuesto esta situación ante lo que habían llamado El Círculo Interno de Drezen, formado por los cuatro héroes de Kenabres: Kairon el Piadoso, paladín de Sarenrae sobre cuya devoción y misericordia corrían ya leyendas por toda la ciudad; Beloq el Vigilante, promotor del incipiente cuerpo de inquisidores que velaban por la seguridad de Drezen; Kiha la de los Misterios, la intrigante hechicera heredera del manto de los Custodios de la Grieta; y él mismo, Kurt el Devoto, comandante de los ejércitos que habían tomado la fortaleza.  Esta camarilla se había convertido en el órgano de gobierno oficioso de la fortaleza, ya que el gobierno de la misma recaía en los hombros de Irabeth como Senescal mientras que la organización estaba en las capaces manos de Aron, el Custodio.

-Viajaremos de inmediato, Kurt.
-Cuenta con nosotros, Comandante.
-Derrotaremos a ese enemigo y localizaremos esos suministros, si es que existen.

Las voces de Kairon, Beloq y Kiha no albergaban ninguna duda ni doblez.  Kurt notó que no era que se sintiesen obligados a acompañarle por compañerismo, sino que de verdad querían ir con él al lugar.  Justo había mencionado el tema y ya estaban planificando cómo llegar, cómo reconocer el lugar e incluso se plantaban ir a recabar información con Nurah, actualmente presa en las celdas de la fortaleza.

-No tan deprisa, compañeros.  Tenemos que valorar qué es lo más urgente.  ¿Es allí a donde debemos ir o hay alguna otra prioridad?  No querría que por ser un tema personal le diésemos más importancia o urgencia de la que le corresponde- fue la respuesta de Kurt.
-El lugar que indica tu madre está a menos de cuarenta kilómetros de aquí.  Es una amenaza para Drezen, y si esperamos igual es peor.  Hemos agitado las aguas de la Herida del Mundo y la podredumbre sale a flote -Beloq tan apasionado como siempre.
-Hay que anular esa amenaza, Kurt.  Y ahora es un momento igual de bueno que cualquier otro.  El mal ha de combatirse, lo sabes tan bien como yo -Kairon y su razonamiento impecable.
-Lo personal es igual de importante que el interés general.  Y no es que vayamos de paseo, amigo mío.  Vamos a acabar con una amenaza y posiblemente a encontrar suministros que nos servirán para reconstruir Drezen más rápido.  Todo indica que debemos ir cuanto antes -fue la contribución de Kiha.
-Sea entonces.  El Barranco de Sesker nos aguarda, y allí el panteón familiar de los Kronner.




Dos días después estaban ya en el asentamiento.  La verdad es que se trataba de un puesto fronterizo construido por enanos y acostumbrado a ser objeto de incursiones enemigas, de modo que estaba fuertemente reforzado y entre los cascotes encontraron restos de armas mecánicas de asedio.  Era un pueblo acostumbrado a ser atacado, y aun así pervivió y se fortaleció durante un largo tiempo.  El tiempo suficiente como para que cuando Kurt examinaba en la entrada al panteón familiar el intrincado árbol genealógico diera con numerosos nombres que sólo conocía por lejanas referencias.  El enano siguió las líneas maravillado por el estilo mediante habían sido esculpidas en la roca.  Un gran trabajo que otorgaba a aquel triste lugar un aire señorial y regio.  Mientras hacía memoria tratando de ubicar la rama a la que pertenecía su madre, una voz profunda y escalofriante le erizó los pelos de la nuca mientras se materializaba en el centro de la entrada la figura de su tío Arlys.



-De modo que el cachorro viene a tratar de terminar lo que su madre no pudo hacer...
-¿Tío Arlys?  ¿Eres tú? -la voz de Kurt permanecía firme aunque en su interior una inquietud crecía y trataba de apoderarse de su ánimo.
-Soy lo que quedó de Arlys Harnaste Kronner.  Soy su fuerza, su rabia y su ira.  Soy el espíritu de la Cruzada que late en todos los miembros de nuestra familia.  Soy tu última advertencia y, de desobedecerme, el instrumento de tu perdición.
-¿Tienes alguna tarea pendiente en este plano, tío Arlys? ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
-No, cachorro.  Tus padres no pudieron ni entrar en el mausoleo, de modo que no han sentido la presencia del Amo y su influencia.  Es a él al que me veo obligado a servir, y él es también que me permite hablar contigo.
-Si derrotamos a ese mal, ¿serás libre?  ¿Tendré que enfrentarme a mi propia estirpe para vencer?  ¿Nos atacarás a mí y a mis aliados?
-Retroceded tú y tus amigos.  No podéis vencer.  Huid... -la expresión del espectro no había cambiado, pero Kurt creyó detectar un asomo de angustia en su voz, como si de verdad su tío Arlys quisiese que le hiciese caso, para evitar el conflicto con él.
-Retrocede tú, tío Arlys, porque nosotros vamos a entrar.  Y que Torag atienda nuestras plegarias porque el reinado del mal termina hoy en el Barranco de Sesker.

El espectro se desvaneció con un gemido, dejando la puerta libre y el grupo comenzó el descenso con cautela, sabiendo que el responsable de aquello les estaría esperando.  Descendieron por diversos tramos de escaleras y en cada rellano pudieron contemplar una sucesión de sarcófagos abiertos o directamente rotos, vacíos todos ellos.  Todos sabían que se tendrían que enfrentar a las almas atormentadas de los antiguos ocupantes de aquellos nichos, pero la situación era aún más inquietante para el propio Kurt.  Saber que aquellas almas en pena eran de su propia familia le provocaba una sensación de ira que le resultaba difícil controlar.




La fatalidad comenzó cuando el primero de ellos cruzó el umbral de la estancia interior.  Una pared de piedra los separó, dejando a Kairon dentro de la capilla y al resto del grupo fuera.  Oyeron una voz en el interior de sus cabezas que era más una risa maníaca que otra cosa.

-¡Jajajajajaja! Ahora me alimentaré de vuestros cuerpos y almas.  Siento en vosotros el poder que necesito para abandonar por fin este lugar.

Solo ante el enemigo, Kairon pudo ver cómo una especie de murciélago gigante con cuerpo humanoide volaba por encima de su cabeza, como saliendo de detrás de una estatua.  Sus ojos brillaban de odio y su cuerpo estaba rodeado de un fuego negro que hacía que el conjunto resultase una de las visiones más aterradoras que hasta entonces había visto.  Sin amedrentarse, Kairon blandió a su espada, Resplandor, y afianzó su escudo.

-Estás sólo.  Tus amigos te han abandonado.  Pronto me alimentaré de tu cuerpo y de tu alma, paladín.
-Nunca estoy solo, engendro -respondió simplemente Kairon.




Y no se equivocaba.  Mientras el demonio planeaba por el techo de la estancia, Kairon oía como sus compañeros trataban de echar la puerta abajo.  Su atención se centró entonces en su enemigo, cuya mirada resplandecía con un brillo espeluznante.  No pudo apartar la mirada a tiempo y mientras alzaba su escudo notó cómo sus fuerzas le abandonaban, como si le consumieran la propia vida.  El efecto acumulativo amenazaba con acabar con él cuando un sonido de aire implosionando se dejó oír en el centro de la capilla y el resto del grupo apareció por una puerta dimensional, cortesía de una aturdida Kiha.  Al ver esto, el demonio conjuró a los espíritus de dos de los ancestros de Kurt, entre ellos su tío Arlys, para que terminasen con ellos.

La hechicera estaba agotada por el esfuerzo de transportar a tanta gente, pero el resto estaban listos para entrar en la refriega.  Mientras Beloq evaluaba las debilidades del demonio, Kurt invocó el poder Torag para anular momentáneamente la debilidad de Kairon.  La batalla era demencial.  Los ataques se sucedían por ambos bandos mientras Beloq y Kairon trataban de arrinconar a Skulgrym, que así se llamaba el demonio, mientras Kiha atacaba en la distancia mediante serpientes de fuego.  Kurt apenas podía parar, mermando poco a poco su reserva de poder, ya que sus aliados confiaban en él y en su magia divina para contrarrestar el daño de los ataques que recibían.




El sudor le corría a Kurt por la frente mientras trataba de esquivar los ataques del espíritu encadenado de Arlys.  Mientras tanto, conjuraba oleadas de energía positiva que se transmitían hacia sus compañeros y, utilizando su poder, restauraba las heridas provocadas por los enemigos.  Aquello no podía durar mucho más, como en efecto ocurrió.  El arma intangible de Arlys lo atravesó y se solidificó al pasar por su corazón, seccionando arterias, venas, músculos y huesos.  Kurt ni siquiera lo vio venir, agotado como estaba.

El mundo material le pareció cada vez más translúcido y se vio atraído hacia una fuente de luz.  Luz cálida, agradable, como la de una forja después de un día entero de trabajo.  Era la clase de luz que uno reconoce como familiar aunque no pueda ubicar exactamente.  Extrañamente, no tenía miedo, sólo algo de añoranza por sus compañeros.  ¿Estarían bien?  ¿Saldrían de ésta?  Incluso su devoción por sus hermanos de armas se estaba difuminando ya en la calidez, cuando un chirrido atroz le hizo prestar atención a ese mundo que abandonaba.  Una cacofonía de voces, gritos y lamentos que procedía de Skulgrym y que lo atraía por la fuerza.  Recordó que el Nabashu se alimentaba de almas y entendió que, de no remediarlo, no vería la luz cálida que lo había llamado antes sino que pasaría la eternidad torturado por el demonio y alimentándolo.




La luz se apagó y sólo hubo oscuridad.  Los gritos se amplificaron y entre ellos resonó un alarido del propio Nabashu.

-¿Qué es esto? ¿Y tu poder? ¡Nooooo!

Al parecer, Skulgrym pretendía alimentarse con la energía interior de Kurt, la energía que potenciaba sus conjuros y que le permitía hacer cosas que ningún otro sacerdote podía hacer.  La misma energía que él mismo había agotado momentos atrás, mitigando el daño causado por el propio demonio y por sus esbirros sin vida.  Notó la furia del Nabashu mientras experimentaba una sensación horripilante, lo más parecido al dolor que un alma puede sentir.

Luego todo paró, de repente.  Volvió la luz, el calor de la forja y la paz.  Vio claramente el camino que había de seguir, pero tampoco era necesario ya que se podía guiar perfectamente por el sonido del martillo en la forja.  Un sonido familiar que él tenía presente constantemente.  Recordó incluso los momentos de su vida en el templo en el que ritmo de los martillos marcaba el tiempo y las actividades diarias.  Recordó el tiempo en que las cosas eran más simples, más claras.  Un tiempo de certeza y de rutina en el que todo era como se suponía que tenía que ser.  El templo, el trabajo, la oración, su madre...  En cierto modo echaba de menos la inocencia de aquel tiempo.  Aun así, echó la vista atrás y se paró.  El mundo se oscurecía por momentos y sabía que si se esperaba mucho tiempo, el camino desaparecería.  Pero no podía dejar de mirar atrás.



-Ya vuelve en sí.
-Dejadle sitio para que respire.

El mundo volvió a ser como había sido y el dolor volvió.  Las magulladuras, las heridas y los golpes podrían sanar, pero dentro de él había un sentimiento de melancolía que tardaría en olvidar.  Sabía que no debía abandonar a sus amigos pero no podía evitar sentir que tras aquella lumbre de la forja le esperaba alguien con los brazos abiertos.

-Supongo que la forja seguirá allí cuando me llegue la hora.  Y con un poco de suerte estará allí también el tío Arlys.  Nos reuniremos más adelante...

La expresión de perplejidad de sus compañeros de armas le indicó que había expresado ese pensamiento en voz alta.  Ante él, Beloq y Kairon completaban el ritual que terminaría de restaurarle la salud mientras Kiha y Drimbar, el león compañero de Kairon, observaban a su alrededor para asegurarse de que nadie los interrumpía.

-Te esperarán.  Quien quiera que hayas visto al otro lado seguirá allí cuando llegue el último momento.  Pero antes tenemos una misión que cumplir, y es aquí, en la Herida del Mundo, donde somos necesarios -sentenció Kairon.

Tras incorporarse, a su lado se materializó un martillo de guerra de indudable manufactura enana.  En él, dos símbolos refulgían como con luz propia.  Uno de ellos era el símbolo de Torag, el dios de la forja, y el otro era el emblema familiar del clan Kronner.  El martillo que la leyenda familiar daba por perdido, de repente estaba al alcance de su mano.  Tomándolo como un buen presagio, Kurt lo cogió y lo examinó de cerca.  De algún modo el arma reconoció su presencia y le envió una especie de vibraciones que le dejaron claro que lo reconocía como su legítimo dueño.



-Un problema menos -dijo Kurt enfundando el martillo en su cinturón -. Tenemos un poblado que rastrear en busca de esos recursos que mencionó mi madre.  Pero antes tengo una cosa que hacer.  Acompañadme al exterior, por favor.

Cansados pero de mejor humor, el grupo abandonó el mausoleo dejando atrás sus ominas puertas y adentrándose en el poblado en dirección al templo de Torag, donde Kurt estuvo rezando algunas plegarias.

-¿Agradeciéndole a Torag tu vuelta al mundo de los vivos? -preguntó Beloq.
-No, rezo por el descanso de mi tío Arlys.  Puede que para mí haya sido una experiencia desagradable, pero para él ha debido de ser atroz.  Ser controlado como espectro por un demonio, obligado a enfrentarse a un heredero de tu propio clan, incluso matarlo con tu propia arma...  No puedo ni imaginarme el sufrimiento que ha pasado.  Pero todo ha terminado ya, por fin.  Cuando volvamos a Drezen, recuérdame que debo ayudar en la forja.  Hace ya mucho que no martilleo el acero.
-¿Tienes algún objeto en mente? ¿Alguna armadura mágica? ¿Un anillo quizás?
-No.  Simplemente echo de menos el ruido de la forja.  Me trae...  recuerdos.

miércoles, 23 de abril de 2014

Relato: El quijote de Lavapiés

En esta ocasión, nuestro profesor nos pidió que escribiéramos algo basándonos en El Quijote, con motivo del Día del Libro.

Opté por actualizar un capítulo que no fuese el de los molinos y gigantes, que me parecía demasiado tópico.  Espero que os guste.

El quijote de Lavapiés
 
–Vamos, Paco, que a este paso no llegamos.
–No me agobies, tío, que acabo de comer. ¿Qué quieres, que termine echando la pota como Messi?
–Si es que te pones tibio de comer y luego pasa lo que pasa, amiguete.  Aprende de mí, que no he comido y aquí estoy, tan tranquilo.  Luego me pasaré por el súper de Dulce y trataré de convencerla para que me deje pasar con algunas cosas.  Al fin y al cabo se trata de una cadena de supermercados y son cómplices de la explotación de los trabajadores.  Seguro que ella está de acuerdo en hacer la vista gorda si de repente aparezco con algunas cosillas bajo la chaqueta.
–La última vez te mandó a la mierda, tú mismo.

Alonso decidió no continuar la conversación y apretó el paso, sabiendo que dejaba a su compañero a un par de zancadas de distancia.  A lo lejos se distinguía ya el tumulto de la manifestación convocada por algunos grupos antisistema con los que estaba en contacto.  Honestamente, no recordaba el motivo por el que se protestaba, pero eso era lo de menos.  Desde que empezó a leer en internet innumerables foros sobre la injusticia del capital y la opresión de la clase trabajadora, Alonso se propuso luchar con ellos desde las calles, en todas las manifestaciones y encuentros convocados.

La concentración no tardó en salirse de madre y a los veinte minutos estaban ya los ánimos crispados.  La policía había detenido a unos cuantos participantes y los tenía retenidos en una de las "lecheras", mientras que el resto se la jugaba acercándose de vez en cuando a los antidisturbios y retrocediendo cuando éstos amenazaban con cargar.  Al ver cómo la policía identificaba a los que consideraba sus compañeros, Alonso se fue abriendo camino entre la multitud, apartando capuchas, pañuelos palestinos y pasamontañas. 

Al llegar a la primera línea, trató de llamar la atención de uno de los agentes y, con toda la calma que pudo, trató de convencerle de que dejasen en paz a aquellos chicos.

–A ver, ¿qué es lo que han hecho?  ¿Les han atacado?  Unos chavalillos inocentes contra policías armados, hombre...
–Ya está aquí el tocapelotas de turno.  ¿Les quieres hacer compañía en la furgona o qué?
–Lo que quiero es que los dejen tranquilos, que seguro que no han hecho nada y los están ustedes acojonando ahí dentro.
–¿Nada? Mira, flipao, te voy a contar las minucias que han hecho, a ver si te parecen tonterías.  Para empezar, el primero de ellos era un deportista del Copón, porque estaba practicando el lanzamiento de peso con un adoquín de la acera.  Apuntándonos a nosotros, claro, no va a ser a los otros.  Al segundo le hemos tomado la filiación por tener un carácter fogoso.  Tan fogoso que le hemos confiscado de la mochila material para hacer cócteles Molotov, que él insiste que estaban ahí por casualidad.  ¿Sigo?
–Siga usted, oficial, que de momento todo lo que me está contando es circunstancial.
–Circunstancial tu puta madre.
–No se altere, hombre.  Siga contando...
–Pues otro está dentro precisamente por pico–de–oro.  Menudas joyitas nos ha soltado acerca de nuestras madres y sus profesiones.  Un artista del insulto, te lo digo yo.
–Eso no es para tanto.  Entienda que la gente se altera por estas cosas.  ¿No será que tienen una cuota de arrestos y tienen que cumplirla?
–Mira, pringao, me estás tocando lo que no suena y no me queda paciencia.  ¿Quieres hacerles compañía?  Aún hay sitio en la lechera...

Alonso miró a su alrededor y vio que el último comentario del agente había alertado a algunos de sus compañeros, que miraban en su dirección.  Sabía lo que tenía que hacer y no tenía miedo de hacerlo.  Sus compañeros de ideales estaban retenidos por las mismas fuerzas contra las que combatían y la manera de ayudarles era poner en marcha el plan que había ideado anteriormente.  Un plan con el que Paco no había estado muy de acuerdo en un principio pero que, según le había dicho a su inseparable compañero, tenía que funcionar. Esperando estar a la altura de las circunstancias, Alonso comenzó a gritar mientras se desplazaba en dirección a la parte frontal de la furgoneta.

–¡Represores! ¡Sois los instrumentos del régimen opresor y fascista!  ¡Sois traidores a la causa ciudadana!

Jaleados por aquellos gritos, los demás manifestantes se animaron y corearon las consignas en la misma dirección en la que se encontraba Alonso.  Las vallas de seguridad eran zarandeadas delante de los agentes, que volvieron a colocarse el casco protector y sacaron las porras.  En lugar de intimidar a la turba, aquel gesto la animó más y frente a todos los manifestantes, Alonso gritaba el primero llamándoles "perros de presa", "traidores a la ciudadanía" y demás lindezas.

Mientras, discretamente, Paco se deslizó hacia la parte posterior de la furgoneta y abrió el portón despacio.  Dentro encontró a aquellos tres chicos cuya expresión pasó de triste derrota a franca confusión cuando vieron que el que abría la puerta no era un policía sino un tipo grandote, con vaqueros y una camiseta de Los Ramones.  Paco se llevó un dedo a los labios indicando silencio y les hizo una seña para que salieran.  Afortunadamente, no estaban esposados y pudieron abandonar el vehículo con discreción.  Lamentablemente, cuando el último de ellos salía, un agente los descubrió y dio la alarma:

–Pero... ¿Quién cojones se ha dejado abierta la puerta del furgón? ¡Atención, que se escapan los detenidos!

Descubierto ya su subterfugio, los tres detenidos y Paco echaron a correr con la intención de saltar el cordón de seguridad.  Los agentes trataron de cortarles el paso, pero otro grupo de manifestantes se dedicó a arrojarles piedras y el tiempo que perdieron alzando los escudos para protegerse fue suficiente para que los fugitivos se perdiesen en la multitud.

Mientras tanto, Alonso era detenido y esposado por el policía con el que había estado hablando anteriormente.

–Ya estás contento, ¿no?  Ahora te va a caer un puro que te vas a cagar.  Obstrucción a la justicia y agresión a un oficial de policía...
–Yo no he agredido a nadie, agente.  Yo sólo estaba hablando con usted.
–Claro, y tu amigo el grandullón mientras tanto abriendo la jaula para que se escapen los leones.
–No pueden ustedes demostrar nada de eso.  Yo a ese tipo no lo conozco, sólo pueden decir que yo estuve hablando con usted y que, en un momento dado, la multitud se exaltó.  Nada más.
–No te preocupes, pipiolo, que luego tú y yo hablaremos.  Tú, yo y unos amigos más, que querrán hacerte algunas preguntas– dijo el oficial mientras acariciaba su porra.
–Espero que no me esté usted amenazando...  ¡Ay!

Una piedra había volado desde algún punto de la manifestación, probablemente apuntando al policía.  La mala fortuna o la mala puntería del agresor habían hecho que la piedra fuese a dar directamente a la cabeza de Alonso, provocándole una brecha.  El policía se giró e instintivamente alzó su escudo justo a tiempo para evitar que otra piedra le impactase.

–A cubierto, chaval.  Ahora vas a agradecer que estemos aquí– dijo que agente cubriendo a ambos–.  A la furgona, arreando.  Cago-en-su-puta-madre con los antisistema estos...

El agente lo escoltó al interior de la furgoneta mientras el resto de sus compañeros se preparaba para hacer una carga que disolviera de una vez aquel tumulto.  En el trayecto le llovieron varias piedras y, aunque el escudo les protegió la cabeza, Alonso llegó dolorido por algunos impactos en las piernas y en un brazo.  Cuando ya estaban subiendo, el oficial le hizo un gesto para que mirase en una dirección.  Cuando Alonso miró, vio cómo uno de los chavales a los que había ayudado antes se disponía a lanzarles un adoquín de la acera.  Gracias a Dios, la puntería del tipo era nefasta, y sólo consiguió que el proyectil le cayese en un pie.

Dolorido y magullado, Alonso entró esposado en el furgón, donde el policía le espetó:

–¿Ves, tontolaba?  Cría cuervos, decían en mi pueblo.  Y lo peor es que al que hemos cogido es a ti, por tonto, que eres el más civilizado de entre estos cabrones.  Ya has visto cómo las gastan, así que piénsatelo bien la próxima vez, porque de aquí vamos a comisaría.

Una hora después, la furgoneta arrancaba con destino a la comisaría del distrito, y al día siguiente Paco y Dulce pagaron la fianza ordenada por el juez.  Al salir del calabozo, humillado, dolorido y contrariado, Alonso mostraba sin embargo una sonrisa.  La sonrisa del que, pese a todo, cree haber hecho lo correcto.

Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

lunes, 17 de marzo de 2014

Relato: Un cuento sin moraleja

De nuevo en la brecha, amigos míos.  Esta vez os traigo un relato muy especial para mí.  El reto en esta ocasión era escribir un relato con las siguientes condiciones:
  • El título debía ser "Un cuento sin moraleja"
  • Debía comenzar con la frase "Un hombre vendía gritos y palabras"
  • Debía terminar con la frase " pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas"
Dejé volar mi imaginación, sin saber que esas condiciones correspondían a un relato ya existente de Julio Cortázar.  El original cuyas frases inspiraron a mi profesor lo podéis encontrar aquí.  El mío no tiene nada que ver, y no leí el original hasta haber compuesto el mío para no viciarme. 


Además, se da la circunstancia de que el otro día le hicimos una fiesta sorpresa a mi tío por su jubilación.  Además del regalo conjunto que hicimos los familiares, yo aproveché y le regalé este relato.  Es para él, con todo mi cariño.  Espero que no le importe que también lo comparta con vosotros.  Os dejo con...


Cuento sin moraleja

Un hombre vendía gritos y palabras en un tenderete montado a pocos metros de mi portal.  Hace algunos meses llegaba yo a mi casa cuando lo vi por primera vez.  Se trataba de un tipo alto y delgado que se ubicaba tras un tablón de contrachapado apoyado en dos caballetes.  Llevaba el pelo despeinado, de color café a juego con el tono moreno de su piel.  A juzgar por las incipientes canas y las arrugas alrededor de los párpados yo le echaría unos cincuenta y tantos.  Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos marrones, que miraban muy abiertos desde la lejanía, como si temieran perderse algún detalle de la calle. 

Cuando me vio llegar, el vendedor me señaló los carteles en los que se anunciaba: "Gritos, palabras, versos y frases sueltas a granel".  Se veía por su chaqueta desgastada que no debía de funcionarle muy bien el negocio.  La verdad es que me pareció tan original el puestecillo que le pregunté:

–Si te compro unas palabras, ¿qué hago yo luego con ellas?
–Bueno, eso depende.  Si me dices para qué las quieres podré diseñarlas específicamente, pero si no quieres decírmelo haré lo posible para que queden lo más ambiguas posible.  Así podrás usarlas en más de una ocasión.
–No sé si quiero unas palabras ambiguas.  Eso es como hacer trampa, ¿no crees?
–Un poco sí.  Yo siempre he creído que hay que usar las palabras justas para cada ocasión.  Ni más, ni menos ni otras distintas.  Pero claro, si las quieres usar más de una vez o para algo muy privado que no quieras contarme, no hay otro modo.
–¿Y los gritos?  ¿Para qué querría yo unos gritos? – le seguí la broma a ver a dónde me llevaba.
–Los gritos son importantísimos.  Casi tanto como los versos y los susurros.  Imagínate que estás en una estación de metro abarrotada y a lo lejos ves a alguien conocido.  Yo qué sé, un antiguo compañero del colegio o una antigua novia tuya.  Tienes menos de cinco segundos para llamar su atención.  Si tienes el grito apropiado, lo consigues al momento.  Si dudas o si gritas algo inadecuado que no llame su atención habrás perdido la oportunidad.  O peor aún.  Imagina un grito de aviso que no se te ocurra a tiempo.  Como te digo, son imprescindibles.
–¿Y si no llego a usar nunca las palabras?
–Se siente, no hay devolución.  De todos modos, siempre es bueno tener palabras preparadas.  Por si acaso.
–Pues no lo había pensado.  ¿Por cuánto me venderías, por ejemplo, unas palabras de amor?

El vendedor de palabras se me quedó mirando como estudiándome.  Supongo que estaría pensándose cuánto cobrarme.  O tal vez valorando lo mucho o poco que yo necesitaba esas palabras.  Oferta y demanda, esas cosas de mercado.

–Diez euros, si conoces ya a la afortunada destinataria de esas palabras.  Si no la conoces aún será más caro.
–¿Y eso? Qué injusto...
–De injusto nada.  ¿Tú sabes lo complicado que es inventar palabras para un desconocido?  ¿Y si luego no te sirven?  Vendrás a reclamarme a mí.  Y yo quiero clientes satisfechos.  Precisamente el boca a boca es esencial en esta línea de negocio.
–Supongamos entonces que la conozco.  ¿Te tendría que describir a esa chica?
–No entiendes mucho de esto, ¿verdad?  Tienes que describirte a ti mismo cuando piensas en ella, no su aspecto físico.  Si no las palabras no tienen efecto.  Es como si le describes a un espejo tu propio aspecto.  Sólo le dirías obviedades, y supongo que no te estás refiriendo a una chica superficial que se conforme con eso, ya que decías que querías palabras de amor.  Tengo algunos piropos más baratos si quieres, pero suenan algo zafios.
–No, claro que no.  Serían palabras de amor.  Es una chica maravillosa, pero creo que no me ve a mí igual que yo a ella.
–Obviamente.  Pero vamos a intentar cambiar eso, ¿de acuerdo?  Cuéntame qué notas cuando la miras.
–No sé... –dije vagamente– un cosquilleo un el estómago.  Una sensación como de ansiedad que sólo se alivia cuando me habla.  Una sed que no se apaga más que con su sonrisa y una paz que me llena con su mirada.
–Ahí tienes tus palabras.  Son diez euros.
–Pero no vale.  Esas palabras la he dicho yo y no tú.
–¿Se te habrían ocurrido a ti solo?  ¿Seguro?  Sé honesto.
–No, la verdad es que yo nunca las habría dicho, pero al parecer son las apropiadas.  Qué extraño.

Reflexioné sobre esto mientras, un poco por agradecerle su entretenimiento y un poco por lástima, le di los diez euros.  Fue algo muy raro, porque de verdad pensé que se los debía, cuando a todas luces él no había hecho nada para ganárselos.  Algo confundido subí las escaleras hasta mi piso pensando en que tenía que quedar con Alicia.

Al día siguiente él seguía allí, en su pequeño puesto tratándole de vender un grito de fervor a un hincha de un equipo de fútbol.  Me preguntó si conservaba aún mis palabras, y le dije que sí.  Él me insistió en que las usase en cuanto pudiera, pues las palabras de amor, según él, tienen fecha de caducidad.  El tipo era muy simpático, de modo que le invité a un café en el bar y me fui hacia mi cita de muy buen humor.

Todo salió a pedir de boca.  Alicia estaba guapísima con un jersey nuevo de lana rojo con escote en pico.  Bajo el jersey asomaba una blusa blanca y al cuello llevaba una graciosa gargantilla con una figura de latón colgando.  Y por supuesto, su eterna sonrisa.  Estuvimos dando una vuelta por el Madrid antiguo, tomamos chocolate con churros en una cafetería y ya enfilábamos hacia Sol, donde habíamos quedado con más gente, cuando de repente, sin saber muy bien por qué, repetí las palabras que le había comprado a aquel vendedor.

Nunca me había a atrevido a decirle nada y siempre habíamos quedado como amigos, pero algo pasaba con aquellas palabras.  Me quemaban en la mente y en el corazón y, sin pensarlo, se las dije a ella. Alicia me miró asombrada, como alucinada.  Y claro, acababa de gastar las palabras que tenía y no sabía si se podían usar más de una vez, de modo que en lugar de seguir hablando le cogí la mano y, viendo que no me rechazaba, me acerqué lentamente a sus labios y los besé.  Ella me devolvió el beso y, tras varios minutos, ambos decidimos que en lugar de ir a Sol con nuestro grupo de amigos preferíamos seguir paseando juntos.

–Tendríamos que avisarles.  Nos estarán esperando –decía Alicia.
–¿Y qué les decimos?
–¿No se te ocurre nada?
–Ahora mismo no, pero mañana sin falta tendré las palabras adecuadas.  Créeme.

A la mañana siguiente pasé por el tenderete y le conté con pelos y señales al vendedor cómo se había desarrollado la tarde.  Cuando llegué al momento del plantón me dijo:

–Así que vienes a por unas palabras de disculpa, ¿no?
–Sí, si no te importa.  Las necesito urgentemente.
–¿No preferirías unas palabras de excusa?  Las tengo baratas, en oferta.  Se han usado ya, ¿sabes? Pero igual no te importa.
–Hombre, no.  Yo quiero una disculpa sentida.
–Pues eso no es barato, amigo mío. ¿Te imaginas por qué?
–Pues no caigo.
–Son caras porque no las sientes de verdad.  ¿O me vas a decir que mientras estabas pelando la pava con tu amiga echabais mucho de menos al resto de vuestros amigos?  ¿Sientes de verdad haberles dado plantón?
–No. La verdad es que no.  ¿Qué me sugieres entonces?
–Mira, como eres un chaval majo y un buen cliente, te voy a dar unas palabras de sinceridad.  ¿Crees que te bastarán?
–Espero que sí.  Lo que no quiero es que Rafa se moleste.  Somos amigos desde hace años, ¿sabes?
–Entonces él tiene que entender que este caso es excepcional, que el motivo era lo suficientemente importante.
–Sí.  Y es que lo era.  Alicia y yo nos pasamos toda la noche hablando de nosotros, de nuestras manías y aficiones.  Él tiene que entenderlo porque siempre está diciendo que no doy el primer paso nunca con las chicas y sabe que Alicia me vuelve loco, porque yo a Rafa se lo cuento todo.  Sabe que es importante para mí, y que no le habría dejado tirado si no fuera así.  Me tiene que perdonar, que los amigos se perdonan estas cosas.
–Ahí las tienes.  Ésas son tus palabras.
–¡Caramba!  Pues creo que sí que bastarán.  ¿Qué te debo?
–A esta ronda invita la casa.  Eso sí, ten cuidado con las palabras honestas.  Tienden a salir en momentos inoportunos así que piénsalo bien antes de usarlas, que pueden hacer daño.
–Claro, y yo lo que no quiero es hacerle daño a Rafa.
–No, bobo.  Te pueden hacer daño a ti al decirlas.  Por eso es tan complicado ser sincero, porque sabemos que al serlo podemos hacernos daño.  Hay que ser muy valiente para decir la verdad, te lo digo yo que de esto sé mucho.

Rafa lo entendió perfectamente.  Habíamos hablado por teléfono y le dije que prefería hablar en persona y explicarle por qué no había acudido el día anterior.  Tal y como me había prevenido el vendedor, notaba como las palabras querían salir solas, impacientes por pronunciarse y justificarse.  Me contuve un poco y esperé al momento adecuado, cuando ya estábamos tomando una caña en el bar.  Las palabras salieron fluidas y tranquilas.  Sabía que él las entendería porque es mi mejor amigo.  Me hizo un montón de preguntas sobre detalles que, obviamente, no le di.  No porque me las diera de caballero discreto sino porque en realidad me daba un poco de vergüenza.  Tres horas más tarde seguíamos siendo amigos y Rafa se alegraba sinceramente por mí.  Fue un gran alivio.

Pasaron un par de semanas y cada día que pasaba trataba de hablar un rato con el vendedor.  No siempre le compraba, pero hablábamos mucho.  Le quise comprar unos versos, pero él me hizo cambiar de idea.  Por lo visto sólo los vendía a determinadas personas, y como yo ya sabía que las palabras eran muy suyas y tendían a pronunciarse como ellas querían, no insistí.  Nunca fui muy poeta y la verdad es que no quería exponerme a quedar ridículo.  Temía que al pronunciarlos, los versos me hicieran quedar mal.  Como de novato, o algo así.  En su lugar le compré por precaución algunas palabras de apoyo y un par de ocurrencias graciosas sobre ella.  Si alguna vez Alicia tenía un mal día podría usarlas para levantarle el ánimo.

Pero inesperadamente, todo terminó.  Ocurrió una tarde, cuando yo volvía a casa con la intención de tomarme un café con el vendedor y revisar su género.  En el lugar donde hasta entonces había estado su tenderete vi uno de los caballetes volcado.  No me costó localizar el tablón de contrachapado apoyado en una columna, al lado de varios carteles que se deshacían poco a poco en un charco de agua sucia.  Oí los gritos calle abajo y me apresuré.  A medida que avanzaba por la calle me encontraba con toda su mercancía tirada, a disposición de todo el mundo.  Una señora se había apropiado ya de varios tópicos rancios que, según me había comentado el vendedor en una ocasión, tenían mucha salida: "Se veía venir", "Es que no se puede salir a la calle", "Qué tiempos nos toca vivir".  Un anciano vestido con un traje de corte antiguo estaba por la labor de recoger varias frases de cortesía que habían ido a parar bajo los pies de algunos transeúntes.  "Disculpe, ¿le importa?" "Si fuera tan amable de levantar el pie..."

Por mucho que lo intenté, no alcancé al vendedor.  La señora que se había apropiado de los tópicos me dijo que se lo había llevado la policía.  "Pero si no hacía daño a nadie.  ¿No tienen nada mejor que hacer con la de delitos que se comenten a diario?" dije recogiendo una frase usada que sin duda se le había caído a ella.  Por toda la calle la gente se apresuraba a recoger alabanzas, algunos versos y en general, las palabras que les hacían más gracia o pensaban que eran más apropiadas.

Nunca supe qué fue de aquel vendedor, y con el tiempo todo el vecindario lo olvidó.  Todos menos Alicia y yo, que ahora vive conmigo en mi piso.  Ya no nos hace falta el vendedor, pero sabemos de un montón de gente que no sabe qué decirse en cada ocasión.  Es por eso que por las tardes, mientras nos tomamos un café en el bar, seleccionamos con cuidado palabras y frases que creemos que la gente va a necesitar y las dejamos sueltas por la calle.  Ellas mismas saben a donde tienen que ir y dónde son más necesarias.  Como somos simples aficionados, no nos atrevemos a cobrar por este servicio.  Simplemente las dejamos volar y muchas veces no sabemos a dónde van o quién se las queda.  El caso es que desaparecen, con lo que suponemos que alguien las aprovecha. En ocasiones, por la noche, echamos de menos alguna de esas palabras, pero luego vemos que el barrio es un poco mejor gracias a nosotros.  Los vecinos hablan más entre ellos, aunque sea por probar las frases que se encuentran accidentalmente.  Mientras soltamos las frases en la calle, Alicia y yo vemos como las palabras se las llevaba el viento, pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas.


Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Relato: Times Square

 Continúo con los relatos del taller de escritura.  En este caso, el supuesto era  escoger un cuadro famoso fácilmente reconocible y escribir un relato en el que el protagonista interactuase con alguno de sus personajes, ya fuera entrando él en el cuadro o saliendo éstos del cuadro.

 En mi caso, siguiendo la inspiración de un amigo fotógrafo, en lugar de elegir  un cuadro famoso opté por una fotografía: la portada de la revista LIFE en la que sale un marinero besando a una enfermera el Día de la Victoria en Times Square.

 Le he dado una vuelta de tuerca, pensando en qué podía haber pasado antes y después, y en qué historia oculta estaba detrás de esa fotografía tan reconocible.  Espero que os guste.

Times Square

El despertador sonó puntual a las ocho y media de la mañana aunque Jack llevaba despierto ya un rato.  Nunca le había costado demasiado madrugar y con la edad su hábito se había acentuado hasta despertarse siempre antes de la hora.  Aun así, miró aquel viejo despertador y le dio la vuelta buscando los resortes para darle cuerda.  Solía decir que aquel despertador era como él mismo: una reliquia de tiempos pasados que, con el debido mantenimiento, seguía funcionando razonablemente bien.

Con un esfuerzo considerable, Jack se incorporó y miró por la ventana.  Sonaba un toque de corneta mientras la bandera estadounidense ascendía el poste y, como cada mañana, Jack adoptó la posición de firmes y saludó militarmente.  A su mente acudían recuerdos de tantas y tantas veces en las que había realizado la misma operación.  Casi todos los días de su vida, en realidad.  Claro que cuando Jack era joven la llamada de corneta la realizaba un soldado de verdad y no una grabación.  La sustitución de algo tan artesanal como un cabo tocando la corneta por una grabación le parecía casi irreverente.  Casi tan irreverente como que, por un despiste, se hubiera puesto a saludar a la bandera sin los pantalones puestos.  Al igual que había aprendido a tolerar un mundo que avanzaba mucho más rápido que él, esperaba que el mundo le perdonase a él sus cada vez más frecuentes despistes.

Entre avergonzado y resignado buscó la ropa de gala en el armario.  Su memoria le podía fallar a veces pero un día como aquel no se olvidaba fácilmente.  Aquel día era especial ya que los mayores de la residencia (Jack se resistía a llamarse a sí mismo anciano, pese a sus noventa y tantos años) saldrían de excursión a Nueva York.  "Como un día de permiso", pensó Jack.

—¿Aún está así, señor?  Ande, baje a desayunar y cuidado con mancharse.

El tono de la enfermera era afable, pero teñido de condescendencia.  A Jack no le gustaba que le trataran así, como a un niño que no sabe vestirse solo.  Pero claro, a su edad muchos hombres no sabían vestirse solos.  Reflexionó sobre eso un par de minutos mientras se colocaba adecuadamente el nudo de la corbata y bajó al salón común a desayunar. 

Tres horas después estaban en Manhattan él y otros quince veteranos de la marina.  La primera visita obligada era el portaviones USS-Intrepid, atracado en el Río Hudson.  En su interior los antiguos soldados participaron en un tour que les mostró los últimos avances en tecnología naviera y aeroespacial.  Jack no pudo evitar sentirse de repente muy mayor y muy, muy torpe.  Sus recuerdos le volvieron a jugar una mala pasada y en un solo momento, pasado y presente se confundieron.  Mientras miraban entre asombrados y desconcertados las maravillas del transbordador espacial, en la mente de Jack la cubierta del portaaviones se llenaba de marineros con un uniforme familiar que daban carreras de un lado a otro.

—¡Impacto confirmado!
—¡Todo el mundo a sus puestos, podría ser un kamikaze!
—¡Escuadrón Echo-9 listo para salida.!
—¡Despejad la pista, salida en cinco, cuatro, tres...!

Jack gritaba la orden de despeje mientras el subteniente que guiaba el tour lo miraba sin saber si le estaban tomando el pelo o no.  Tras varios momentos de desconcierto, una enfermera se acercó a Jack y suavemente le cogió del brazo, convirtiéndose sin saberlo en el ancla que la mente de Jack necesitaba para volver al presente.  Entre alguna risa y miradas de compasión por parte de la tripulación, la enfermera acompañó al viejo marinero hasta la salida.

—Lo siento mucho, todo parecía tan real.  Estoy confuso.
—¿Sabe dónde está, capitán?  ¿Sabe quién soy?
—Sí— afirmó sin demasiada seguridad Jack. —Soy el capitán de corbeta Jack Harris, y usted es la enfermera...
—Nightingale. Llámeme Florence, o incluso Flo.  Todo el mundo me llama así.
—¿Y por qué estamos aquí fuera, señorita Nightingale?—. Jack se resistía a llamar por el nombre de pila a alguien que no conocía bien.  Aunque aquella cara le sonaba tremendamente, no estaba muy seguro de haber cruzado más de cuatro palabras con ella antes.
—No sé si podremos volver al tour.  Me temo que tendremos que saltarnos el resto de la visita, pero no se preocupe, capitán.  Hay un montón de cosas que ver y francamente, el interior de un portaaviones no está entre mis preferidas.  Calculo que al tour le quedan unas dos horas.  ¿Qué le apetece hacer mientras tanto?  ¿O prefiere que tratemos de volver a entrar?

—No, señorita Nightingale.  Creo que será mejor esperarles—. Jack prefería no confesar a una casi desconocida que le daba demasiada vergüenza volver tras el episodio de los gritos.
— Mejor aún, capitán.  Aquí al lado en Central Park hay una exposición de fotografía.  ¿Le apetece verla?  Seguro que es más interesante que el portaaviones.

Y sin esperar la respuesta de Jack, aquella amable enfermera tiró de su brazo y le acompañó por la pasarela metálica rumbo a aquella exposición.  Por el camino parloteaba sobre lo difícil que era para ella ir de visita a la Gran Manzana, trabajando turnos interminables en la residencia de veteranos y teniendo como tenía un marido cuya noción de la palabra excursión era ir al centro comercial a por cervezas.  Jack trataba de prestar atención pero se perdía abrumado por el desparpajo de la joven, los coches, la gente con prisa, los vendedores de perritos y un sinfín de cosas.  Afortunadamente, a la enfermera Nightingale no parecían importarle sus despistes o si de verdad le estaba prestando atención.  Seguía caminando sin prisa pero sin pausa hacia el vecino Central Park, donde según ella habían montando una exposición al aire libre de fotografías famosas y portadas de revista.

Al llegar allí, Jack estaba muy cansado por la caminata.  En realidad el recorrido no había sido más que un par de millas, pero a su edad eso era el equivalente a una maratón.  Pidiendo a su acompañante que lo disculpase y buscó un banco para sentarse.  Una vez allí, la señorita Nightingale le preguntó:

—¿Estará usted bien aquí si le dejo un rato?  Será cosa de un momento, querría darme una vuelta por la exposición.  ¡No se vaya sin mí, capitán!— bromeó.
—Ni loco abandonaría a una dama sin escolta en sitio tan bonito, señorita Nightingale.

Dicho esto, y tras haber perdido de vista a la enfermera, se relajó en el banco que había escogido.  Era un banco de madera, algo gastado y maltratado por estar a la intemperie, pero no era incómodo.  Tenía unos reposabrazos metálicos prominentes, seguramente colocados allí para evitar que la gente sin hogar lo aprovechase para dormir en él.  Tras dejar divagar un rato su mente, reparó en que frente al banco, a una distancia de unos quince metros, había un soporte metálico con forma rectangular y en él se encontraba expuesta la portada de la revista LIFE del día que acabó la Segunda Guerra Mundial.

Hacía mucho que no recordaba aquello.  Estaba en Times Square.  Su barco había atracado en el muelle de Nueva York un día antes para someterse  unas reparaciones y dar un permiso a los jóvenes integrantes de aquella tripulación.  Estaban Sean, un tipo de ascendencia irlandesa y gran sentido del humor, Richard, un veterano de treinta y tantos años entonces, Mark, y él mismo.  Habían decidido pasar aquellos días juntos los cuatro para disfrutar de la ciudad.  No sabían que la guerra estaba a punto de terminar y quizás por eso y ante la oscura perspectiva de volver a embarcar en menos de una semana, se recorrieron los tugurios más conocidos de la ciudad, dejándose la paga en cada barra.  Ese día, con una monumental resaca, habían emprendido camino de nuevo al centro neurálgico de la sociedad neoyorquina: Times Square.  Allí, en el un pequeño "diner" donde comían, oyeron por la radio del local el discurso de Truman.  La guerra había terminado.

El grupo de marineros tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo su grito de alegría se unió al de miles de personas en la calle, en sus casas, en los negocios locales...  Salieron corriendo de la cafetería y vieron como todo el mundo lo celebraba.  En muy pocos minutos el aire de Times Square se llenó de recortes de papel y vítores.  La gente con la que se cruzaban en la calle corría a abrazarlos, dándoles las gracias por su participación en aquel conflicto que por fin terminaba.  Ellos mismos no se lo creían.  Empezaron a elucubrar qué iban a hacer en cuanto llegaran a casa, qué harían primero, a quién abrazarían.

Entre todo el jaleo, y mientras Sean y Richard saludaban efusivamente a alguien, Mark y él se miraron con complicidad.  Mark llevaba, como él, el uniforme de marinero reglamentario, pero a él le sentaba como un guante.  Los pantalones le quedaban algo abiertos a la altura del zapato pero se estrechaban hacia los muslos y se ceñían a la cintura. La chaqueta azul marino con la sisa perfecta, como si se la hubiera hecho a medida y con unas mangas que, al tener los brazos algo alzados, le llegaban a la altura justa del antebrazo como para intuir el tatuaje que lucía.  Él no necesitaba verlo para recordarlo.  Lo había visto muy a menudo.

Mark le hizo un gesto en dirección a la calle 42, donde el grupo había alquilado un cuartucho.  Murmurando haberse dejado algo en la habitación, Jack se despidió de los otros dos y emprendió con Mark el camino hacia el hotel.  Entre la emoción de la noticia y la ansiedad que sentía al saber lo que les esperaba en la habitación, en un momento dado creyó que se mareaba, pero el fuerte brazo de Mark impidió que se cayera.  La expresión en su rostro al preguntarle cómo estaba hizo que se ruborizara inmediatamente.  Recuperando la compostura aseguró que estaba perfectamente y tras un par de minutos más entraron en el hotel.

Los labios de Mark buscaron los suyos con tanta urgencia que casi se les olvidó cerrar la puerta.  Notaba el sabor de su boca.  Sentía su sombra de barba rozándole la barbilla y las comisuras de los labios.  Aspiraba su almizclado olor a urgencia, a cerveza y a pasión.  Aquella chaqueta y aquel pantalón que tan bien habían lucido antes estaban, como por arte de magia, tirados en el suelo junto con los suyos propios.  Los jadeos de ambos pudieron oirse en las habitaciones contiguas, pero en ninguna de ellas había ya nadie.  Todos estaban en la calle, celebrándolo.  Y ellos dos, con su celebración particular, pasaron juntos dos horas que a Jack le parecieron 2 minutos.

—Tenemos que volver.  Éstos nos estarán buscando. —protestó Mark.
—Olvídalos.  Olvídate de todo menos de mí y del día de hoy.  Hoy cambian nuestras vidas para siempre.  Siempre nos acordaremos de este 14 de agosto.
—Sí, el Día de la Victoria.  Esto será historia.
—Sí, aunque yo lo recordaré más por momentos como éste.
—Umm. Sí, claro.  Pero no nos volvamos locos tampoco.  Esto ha sido maravilloso, no me malinterpretes, pero supongo que aquí termina todo. ¿No?
—¿Cómo que termina todo?— respondió Jack indignado. —Yo creo que es más el principio de algo que el final.
—Jack, yo tengo que volver a mi casa.  Y tú a la tuya.
—Podría mudarme a Los Angeles contigo.  A mi madre la cuida mi hermana y no está escrito en ninguna parte que tenga que volver allí.
—No digas tonterías.  No puedes mudarte conmigo.  ¿Qué clase de hombres viven juntos en un apartamento?
—Los hombres como nosotros.— respondió Jack.
—Puede que tú seas de esos hombres, Jack, pero yo no.  Me lo he pasado bien contigo, sí, pero esto ha sido sólo mientras estábamos embarcados.  Ahora que nos van a licenciar, se acabó.
—¿Y ya está?  ¿Esto es todo?  ¿Y qué vas a hacer a partir de ahora?  ¿Irte de putas?
—Igual es una buena idea.  Y tú también deberías hacerlo.  Yo creo que Sean y Richard empiezan a sospechar y no estoy dispuesto a aguantar eso.
—Y ahora me dirás que piensas casarte y sentar la cabeza.
—¡Por supuesto que sí!  Es lo que hay que hacer.  Tenía una novia en Los Angeles, tal vez no se haya casado aún.  Ella o cualquier otra, qué más da.  El caso es casarse y tener hijos.

La decepción se apoderó de Jack y un sudor frío le recorrió la espalda.  Se sentía traicionado.  Y por Mark, la persona en la que más confiaba en el mundo.  Enfadado con él y consigo mismo por haber sido tan inocente recogió su ropa y una toalla y se encaminó hacia el baño común que compartían con los demás huéspedes de la planta.  Jack pensó con ironía que la mayor parte de esos huéspedes eran prostitutas que alquilaban las habitaciones por horas.  Quizás Mark encontraría lo que buscaba sin salir del hotel.

Un rato después desfilaban sin hablar ambos marineros de nuevo en dirección a Times Square.  Encontraron a sus compañeros ya medio borrachos en la calle.  Habían cortado el tráfico en toda la plaza y cada vez había más gente.  Jack se volcó en la tarea de emborracharse a conciencia a base de whisky malo.  Cuando sintió que estaba medio aturdido paró de beber y le espetó a Mark: "¿Sabes lo que te digo?  Que eres un hipócrita.  Nunca encontrarás la felicidad donde la estás buscando".  Y diciendo esto, dio media vuelta para irse en dirección contraria.  Desafortunadamente, el casi medio litro de alcohol que llevababa en el cuerpo decidió que una media vuelta tan rápida era demasiado para él.  Terminó tropezando y por poco se cayó al suelo.  Jack no se había fijado en que los otros dos compañeros estaban delante, y su corazón se encogió al ver la expresión de Mark endurecerse.  Le pareció que el mundo se hundía sobre él cuando Sean, divertido, le preguntó a Mark que qué le pasaba y éste respondió "El muy maricón, que no sabe beber".

Jack se irguió como pudo y, tras echarse el pelo hacia atrás y colocarse de nuevo el gorro, miró desafiante a Mark.  "¿Maricón yo?" — le gritó mientras le miraba.  Y a su derecha, saliendo del metro, la vio.  Se trataba de una muchacha de unos 25 años vestida con un uniforme de enfermera.  Seguramente venía directamente del hospital a celebrar el día de la victoria a Times Square.  Sin pensárselo mucho se dirigió con paso firme y militar hacia donde ella estaba, recolocándose el uniforme para estar impecable.  Cuando llegó a la altura de la joven, y sin dudarlo, la tomó de la cintura con su mano derecha mientras con su brazo izquierdo rodaba su cuello, se inclinó hacia ella y la besó.  Fue un beso de película. 

Cuando la soltó, Jack esperó una reacción violenta por su parte, pero la chica simplemente se rió.

—Gracias por no darme una bofetada, señorita.
—Gracias por luchar por América, marinero.

Y sin decir nada más, la chica fue a reunirse con sus amigas dejando a Jack rodeado de sus compañeros y otros curiosos que le jaleaban y aplaudían.  Incluso Mark, y eso le dolió aún más.  Había terminado haciendo algo que no quería hacer por guardar las apariencias, como el propio Mark había recomendado.  Y el hecho de haberlo hecho sólo por defender su supuesta hombría delante de ellos le ponía enfermo.  Dirigió una última mirada hacia Mark y sus compañeros y se despidió de ellos, buscando con la mirada a aquella amable chica.  Recorrió aquella marea humana y no sin dificultad la encontró, esta vez sola, ajustándose una media con el pie apoyado en una boca de riego de color rojo, a juego con el carmín de sus labios.

—De modo que eso es lo que ocurrió— dijo una voz.  La chica había cambiado ante la mirada de Jack.  Ya no era aquella inocente muchacha que había besado instantes antes, sino la enfermera Nightingale, que le miraba sentada a su lado en el banco de madera de Central Park. 

—¿Cómo dice, señorita Nightingale?
—Usted y Mark.  Lleva usted hablando un buen rato sobre él y sus compañeros en Times Square, capitán.
—¿Cómo?— Jack estaba bastante nervioso ante la idea de haber contado su vida personal a alguien con quien no tenía la confianza suficiente.
—No se preocupe, capitán.  Los recuerdos son maravillosos.  Nos permiten volver a vivir experiencias intensas, tanto buenas como malas.  Y yo soy sólo una pobre enfermera.  Bastante trabajo tengo ya como para ir contándole a nadie la vida de mis pacientes.
—No estoy avergonzado, si es eso lo que piensa.  Es simplemente que no me gusta hablar de mi vida así como así.
—Si es así, no se preocupe.  Comencemos con algo sencillo.  Llámame Florence, y yo te llamaré Jack.  ¿Te parece un buen primer paso?
—Claro que sí, señorita Night...  Florence.
—Perfecto, Jack.  Ahora, cuéntame más cosas sobre Mark.  ¿Lo volviste a ver?
—No.  Aquella tarde nos separamos para no volvernos a encontrar nunca jamás.  No le guardo rencor, ni mucho menos.  Es sólo que he vivido todos estos años con la duda de si fue feliz.  Si tuvo hijos, como decía querer.  Supongo que nunca lo sabré.
—Nunca se sabe, Jack.  Nunca se sabe.  ¿Qué pasó después?  Creo que estuviste destinado en San Francisco, ¿no es así?

Sobre Central Park comenzaban a caer algunos copos de nieve mientras Jack le contaba a la enfermera su experiencia militar hasta llegar a capitán de corbeta.  Su destino en San Francisco y todo lo que vivió allí. Sin darse cuenta, los recuerdos se iban desvaneciendo de su memoria mientras los iba rememorando hasta que, arropado por ellos y por la capa blanca de aquella enfermera de Times Square, todo se fundió en blanco con la nieve que acababa de caer.  Mientras, en una residencia de veteranos en el estado de Nueva York, el sonido de un viejo despertador se dejó oir hasta que, inevitablemente, se acabó su cuerda.


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jueves, 13 de febrero de 2014

La ira de los Justos - La Compañía del Martillo (2)

Kurt había bromeado con que el nombre de aquel ejército debería llamarse "La compañía del martillo", pero al parecer el nombre estaba cuajando entre los veteranos paladines.  El caso es que en la Cruzada era imposible no reparar en el símbolo de Iomedae, cuya espada larga brillante era omnipresente en cualquier campamento.  La figura alada de Sarenrae también era visibles en muchos lugares.  Sin embargo el martillo y el yunque de Torag, señor de la Fragua, se veían poco.  Los enanos en general y Kurt en particular llamaban la atención sobre este hecho muchas veces, pero al haber pocos de su raza en la Cruzada y ser Torag una deidad principalmente enana el resto de los cruzados veía normal su ausencia o minorización.  De hecho, se solía confundir el símbolo con la indicación del herrero, ya que éste solía ser enano y orgulloso mostraba sus creencias en forma de pendón o bandera.

Habían salido de Kenabres por la mañana.  Kurt creyó que movilizar a cien soldados simultáneamente le costaría horas, pero aquellos eran paladines y la disciplina por la que eran famosos se notó.  En menos de una hora tras el alba estaban cabalgando hacia el Regalo de Vala, un antiguo pueblo aún a este lado de la frontera con la Herida del Mundo.  Estaban ya montando el campamento para pasar la noche cuando Kurt vio a Aron sentado cerca de un fuego.  Parecía absorto sacando brillo a su equipo mientras consultaba algunos pergaminos.

-¿Te importa si me siento un rato, Aron?
-Claro que no, comandante.

Aron hizo además de levantarse y cuadrarse, pero detectó en el tono de Kurt que no se trataba de nada oficial.  Comprobando que no había nadie más presente, se relajó y siguió puliendo su equipo mientras lo miraba con aire interrogante.

-De modo que eres experto en obras de ingeniería enana.  Es algo raro que un humano encuentre interesante nuestro modo de construcción, sobre todo por la paciencia que requiere. 
-Trato de aprender de los mejores, Kurt.  Siempre he sentido simpatía por los enanos.  Todo lo que construís es tan... sólido.  Y no sólo la arquitectura, sino la artesanía y la herrería.
-Si quieres que algo dure, encárgaselo a un enano.  Si quieres que además sea elaborado, busca a un enano artesano.
-¿Y eso qué se supone que significa?
-Que todos nosotros aprendemos los rudimentos de la piedra y el metal.  Hasta los enanos más intelectuales y recluídos tienen conocimientos básicos, y se dice que cualquier cosa que hacemos tiende a perdurar como la roca de la que venimos.  Pero cualquier artesano enano te confirmará que no dejan que una pieza sea simple y tosca.  Nos gusta lo intrincado y elaborado, siempre que no interfiera con lo funcional.  Un hacha puede tener el mango labrado y un martillo tener runas esculpidas, pero ante todo el hacha ha de estar afilada y el martillo equilibrado.
-Pues espera, porque aquí tengo algo que creo que te gustará.

Aron rebuscó en su mochila y sacó de ella un objeto circular.  Sería como un anillo grande o un brazalete pequeño, hecho de madera con símbolos indudablemente enanos en su perímetro.

-Toma, es para ti.  A mí no me quedaría bien de todos modos.
-Muchas gracias, Aron, de verdad.  Es precioso.  ¿De dónde lo has sacado?
-Lo encontré por ahí.  No recuerdo dónde.

Kurt se ajustó el aro a la barba con la misma soltura que otro se habría puesto un prendedor o un broche.  La verdad es que una de las debilidades de Kurt eran ese tipo de abalorios.  Había heredado algunos de su padre pero el despiste y el entrenamiento en el templo le habían hecho perder casi todos.  Agradeciéndole de nuevo el detalle, Kurt se despidió de Aron estrechando su mano, y al hacerlo notó en ella un perceptible temblor.

La intimidad es algo importante para todos los enanos, de modo que decidió tomar nota mental de ese temblor pero no preguntar por él.  Consideró que si fuera algo importante por lo que él debiera preocuparse, Aron se lo contaría llegado el momento.  Reflexionando sobre esto, Kurt volvió a su tienda para dormir, tras organizar las guardias de la noche.


Al día siguiente la compañía llegó al Regalo de Vala, una población fronteriza con la Herida del Mundo en la que esperaban recabar algunos víveres.  Lo que vieron allí le heló la sangre en las venas hasta al más veterano.  Los edificios principales del poblado estaban salpicados todos de sangre, vísceras y algunas otras sustancias que se negaron a intentar reconocer.  Al parecer había ocurrido allí una escabechina considerable y no había supervivientes.  Tampoco había cuerpos, más allá de los restos que decoraban las fachadas. 

La inquietud se apoderó del ejército cuando Kurt dio una orden que sabía que le haría descender en popularidad: el ejército debía rebuscar entre los restos del poblado para rescatar los materiales y comida que pudiera.  Los cruzados iban a negarse a hacerlo cuando un improvisado discurso sobre las necesidades desesperadas y el hecho de que aquello que no recogieran se quedaría para que los demonios lo utilizasen les hizo cambiar de opinión.  Algo abatidos, los soldados realizaron una batida por el poblado, mascullando en ocasiones maldiciones impropias de los paladines.  Situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Dos días más tarde el ejército llegó al Vado de Vilareth y allí es donde Kurt puso a prueba sus habilidades de mando y tácticas de combate.  El puesto de vigilancia del vado, tradicionalmente guardado por una guarnición de cruzados, estaba tomado por un regimiento de tiflines.  Los semidemonios no vieron lo que se les echó encima.  Gracias a la habilidad de Anevia y Aron que reconocieron el terreno antes de la llegada de la tropa, Kurt y sus aliados pudieron realizar una maniobra envolvente pillando a los tiflines por sorpresa.  El vado volvía a ser un paso seguro y además el ejército de Kenabres había conseguido liberar de su prisión a los miembros de la antigua guarnición de defensa liderada por Kamillo Dann.  Kamillo era una seguidora de Sarenrae y, agradecida por el rescate, puso al servicio de la Compañía su contingente.  En la tienda de mando, el voto fue unánime: no merecía la pena defender el vado si la misión en Drezen no tenía éxito, de modo que los hombres y mujeres rescatados serían incorporados a los suyos como refuerzo y abandonarían el vado al día siguiente en dirección al Cañón del Guardían, un puesto fronterizo que colgaba del cauce ahora seco del río y donde sabían que encontrarían una oposición demoniaca considerable.


-¿Me has mandado llamar, Comandante?- la rasposa voz de la Irabeth, la paladina semiorca, se oyó por la tienda de mando.
-Sí, adelante.  Siéntate.
-Sólo un momento, Kurt.  Tengo tarea por hacer en el campamento.
-Esto...  Irabeth...   Tú estuvieste al mando de la defensa de Kenabres en el ataque, ¿no es cierto?
-Sabes que sí.
-Y en ese tiempo, la resistencia, los cruzados que quedaban defendiendo Kenabres...  ¿Nunca dudaron de tu liderazgo?
-Bueno, la verdad es que la gente de Kenabres ya me conoce.  Yo descubrí a Staunton Vein y su complot.  Soy una figura conocida en la ciudad.  Era lógico que me encargase de la defensa, siendo además el oficial de mayor rango presente.
-Sí, claro.  ¿Y tuviste que tomar decisiones difíciles?  ¿Decisiones con las que los cruzados no estaban de acuerdo?
-Por supuesto.  Cuando uno está al mando no puede satisfacer a todo el mundo, ni muchísimo menos.  Incluso a veces tuve que tomar decisiones sin casi apoyos, que no sólo no satisfacían a la mayoría sino que eran apoyadas por una exigua minoría.  En esos casos es cuando hay que tirar de rango, Kurt.  Todos sabemos que esto no es una democracia sino un ejército.  Las órdenes se dan y se cumplen.  Lo sabes tú, que estás al mano, y lo saben los que te tienen que obedecer.  ¿Tiene esto que ver con la orden de registrar el pueblo en busca de bienes y comida?
-Entre otras cosas.  Sé sincera, Irabeth.  ¿Lo estoy haciendo bien?  ¿Estoy cumpliendo las espectativas?
-Claro que sí, Kurt.  Eres un comandante muy bueno.  No sólo discutes la estrategia con tu gente de confianza, yo entre ellos, sino que confías en las habilidades de tus mandos intermedios.  No tratas de controlar todos y cada uno de los movimientos sino que indicas la dirección en la que hay que ir.  Estás haciendo una gran labor.
-Me quitas un peso de encima.  Tengo muchas dudas, Irabeth.
-Si no las tuvieras no serías un buen líder.  Sólo los necios están siempre seguros de lo que hacen.  Me gusta que sopeses la posibilidad de estar equivocándote, y es sabio que consultes con los demás, pero recuerda que cuando das órdenes a la tropa tienes que tener seguridad, como hace un rato.

Irabeth y Kurt siguieron hablando un rato mientras Kairon y Beloc asignaban las patrullas para la noche.  Los demonios podrían volver y tendrían que estar preparados.  Antes de ir a dormir, Kurt se dio una vuelta por el campamento.  Era una especie de hábito que había desarrollado con los días y con ello le daba la impresión de que conocía mejor a aquellos guerreros sagrados que iban a poner su vida en juego por la misión.  Tal y como decía Sosiel, el clérigo de Shelyn que los acompañaba, "la aceptación es difícil, pero no se consigue distanciándose de los demás".  Mientras paseaba por el campamento, saludando a varios de los cruzados, mantenía en la mano un tocón de madera y un pequeño cuchillo con el que trataba de tallar alguna figura: un símbolo, un caballero con su escudo, un árbol retorcido...  Kurt expresaba así tanto su melancolía como sus necesidades artísticas.  Como le había dicho a Aron anteriormente, todos los enanos son artesanos.