jueves, 12 de septiembre de 2013

La llama eterna: Tharla

Mientras las campanadas sonaban anunciando el mediodía y el alcalde de Kassen recitaba las frases rituales que daban comienzo a aquella particular "fiesta de quintos", Tarlha miraba suspicaz a su alrededor, fijándose en los demás participantes de la ceremonia y escuchando con aprensión las ominosas palabras.  "Peligro", "Resposabilidad", "Esperanza"...  aquellas palabras se repetían una y otra vez.
Pintarse la cara color esperanza...

La verdad es que ella misma estaba nerviosa, vestida con un sencillo vestido de lana con pantalones a juego y recias botas de viaje.  Entorno a ella se agrupaban los demás quintos que la miraban con aire entre incrédulo y divertido.  Ella, la "oveja negra" de Kassen, tendría que trabajar codo con codo con aquellos mismos jóvenes que siempre la habían tratado con distancia y recelo.  Sospechando que alguno de ellos podría estar pensando en gastarle una novatada, se puso en guardia y registró la mochila que el alcalde acababa de darle.  Agua, comida, cuerda, hasta un mapa.  De hecho, su mochila, a diferencia de las demás, tenía un regalo añadido: una pequeña botella de brandy.

Tharla miró alrededor y alcanzó a ver a su madre medio escondida tras unas cajas.  Era cierto que Jazel no tenía la mejor de las reputaciones, pero esconderse en un acto tan público le pareció a Tharla casi ridículo.  Sabía que el brandy era suyo, ya que la propia Jazel lo destilaba en su casa.  La propia afición al "agua de fuego" era la que le había traído tantos problemas en el pasado y cuyas consecuencias podían verse hoy en su persona.



15 años atrás, Jazel aún no se había asentado y era aún una inconsciente aventurera.  Su ansia de experiencias le llevó a pasarse una noche de la raya con el brandy y, sin saber cómo, acabó embarazada.  No fue un embarazo normal, ya que Jazel engordó rápidamente y pronto no  pudo ni moverse.  Tras un parto precipitado, la sorpresa de todo el mundo fue que la criatura venida al mundo no era un rosado bebé de graciosas mejillas sino una semiorca verdosa con aspecto cetrino y enfermizo.

Pragmática hasta el límite, Jazel se asentó en el propio pueblo donde le había tocado en suerte dar a luz, y con más dignidad que vergüenza trató de hacerse un sitio en la comunidad de Kassen.  Sin embargo, su afición a la bebida y los hábitos adquiridos en su vida de aventuras hicieron que los habitantes del pueblo no vieran con buenos ojos a aquella extranjera que, según decían las comadres, era ligera de cascos.

Toda la atención que el pueblo le negaba a la madre la volcó con la hija, ya que según la moralidad imperante "la pobre Tahrla no tenía la culpa de que su madre fuese una fulana".  Por supuesto que esos comentarios los hacían a la espalda de Tahrla ya que cuando la gente la miraba a la cara, la chiquilla despertaba una cierta empatía indescriptible que podía tornarse instantáneamente en furia.

Fue a los diez años, cuando aprendió a leer y a escribir, que el mago local le hizo la prueba de rutina para ver si tenía aptitudes mágicas.  En esa prueba, Tahrla fue capaz de reproducir unos pequeños trucos imitando los gestos y sílabas que hacía el mago, lo cual hizo que éste levantase una ceja y, fascinado con la improvisación de Tahrla, la tomó como aprendiz.  Y no era que Tahrla fuese lenta, ni mucho menos, pero había algo en el conocimiento arcano que se le escapaba.  No entendía por qué había que pasarse la vida aprendiendo aburridas teorías mágicas y procedimientos místicos cuando con un par de gestos, algo de práctica y entrenamiento se podía conseguir el mismo efecto.  De hecho, Tahrla se vio obligada a llevar un "libro de conjuros" para el que no tenía ningún uso.  Al final, por dejar de pelear con su maestro, decidió usarlo como diario en los años que estuvo como alumna.  Escribía las anotaciones en clave, como si de verdad fuese un libro de conjuros, y ante la petición de su maestro de revisarlo siempre decía "No, maestro, usted siempre nos dice que los libros de conjuros son la posesión más preciada de un mago y que no deberíamos perderlo nunca de vista".



Pese a sus limitadas habilidades mágicas, Tahrla tenía recursos que otros no tenían.  Había observado desde hacía un tiempo que, en momentos de furia, su manos se podían transformar en afiladas garras que, con un brillo azulado, podía usar para defenderse.  Se dijo a sí misma que tendría que investigar su origen y su posible uso cuando una voz le sacó de su ensoñación.

- ¡Vamos, verdosa, que a este paso, cuando lleguemos, la Llama Eterna se habrá apagado!

Tharla emprendió el camino siguiendo a sus compañeros cuando su madre le cortó el paso.

- Tharla, tesoro.  Sé que tienes tus propias habilidades para defenderte, pero pensé que en una misión tan importante como esta te vendría bien esto.  Toma, pertenenció a tu padre.  No está oxidada ni nada, yo misma me he ocupado de cuidarla todos estos años.  Ahora es tuya.  Si no la quieres, igual puedes venderla y sacar un dinero que puedas usar para otros fines, pero la verdad es que preferiría que la guardases.

- Madre, ¿dónde voy yo con un hacha tan gigantesca?  Es casi de mi tamaño...  ¿Y no decías que no sabías quién era mi padre?  ¿De dónde has sacado entonces esta hacha?



- Sé que no siempre te he dicho la verdad, pequeña, pero cuando vuelvas, si quieres, te lo contaré todo.  Creo que ya eres mayor, y además estás embarcada en la Búsqueda de la Llama.  A partir de tu vuelta tendrás que decidir si te quedas aquí, si te vas...  qué hacer con tu vida.  Cuídate, mi pequeña esmeralda.

Tharla dio gracias a Desna por estar lejos del resto de sus compañeros.  Si hubieran oído como su madre se dirigía a ella por su mote favorito habría sido una tortura añadida.

Despidiéndose de su madre aceleró el paso para llegar hasta a un recodo del camino donde, con impaciencia, los demás jóvenes la esperaban.  Nada sería lo mismo después de esto...


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